lunes, 16 de abril de 2012

Secretos...

Un grito seco rompió el silencio de la noche. Se incorporó sudorosa todavía con las imágenes del sueño en su mente. No podía apartar la visión de tres cuerpos inertes bañados en sangre y aquella sensación de angustia que sentía que la ahogaba. Luego esas luces que la cegaban y las voces que la aturdían. Y ya no podía recordar más.
La puerta de su habitación se abrió. Bertha entró y encendió la lamparita de la mesa de noche.
—Tranquila Alicia, es solo una pesadilla. Ya todo está bien —le dijo cariñosamente, mientras le entregaba un vaso de agua y tomaba una pequeña toalla para secar el sudor de su frente.
Alicia tomó el agua y le agradeció.
— Es que la imagen es tan real. Y esa sensación de dolor, de impotencia… —dijo haciendo una mueca de asombro.
— Lo sé, lo sé. Has estado muy intranquila estos días y dormir mal no te ayuda para nada. Mejor tómate una pastillita para que puedas dormir y descansar y estés relajada mañana cuando venga el Dr. Eduardo. —Dijo Bertha entregándole la pequeña pastilla blanca.
Alicia pensó en Eduardo y se sintió más tranquila. Bertha tenía razón, no podía permitirse que su futuro esposo la viera desaliñada y ojerosa. Un hombre tan guapo, a punto de graduarse en medicina y tan impecable y bien vestido, era un “buen partido” para cualquiera y ella debía mantenerse hermosa y cuidada, como él la había visto siempre.
Tomó la pastilla, un sorbo de agua y apoyó de nuevo la cabeza en la almohada. Le pidió a Bertha que cerrara la puerta del secreter que se encontraba en su cuarto —no recordaba haber abierto la pequeña puertecita— y le dio las gracias y las buenas noches.

Bertha entró de nuevo en el cuarto a las ocho de la mañana. Abrió las cortinas y dejó que la luz entrara en él. Alicia se levantó y le dio los buenos días. Luego se acercó a la ventana y miró a través de ella, mientras Bertha tendía la cama. Le gustaba mirar por la ventana de su cuarto. Podía verse el verde de los arbustos del jardín y algunas de la flores que estaban hacia un lado de la casa. Y al fondo, se veían las copas de los árboles del parque de enfrente.
—El día está hermoso. Deberíamos salir a caminar. Quiero comprar una pinturita de labios de un color fresa que vi en una revista. ¿Me acompañarías, luego del desayuno? —le dijo a Bertha mientras observaba en sol y el cielo espléndido.
— No hay problema, pero debe ser más tarde. Recuerda que hoy es martes y el Dr. Eduardo viene a eso de las nueve y media.
Alicia sonrió, entró en el baño y comenzó su pequeño ritual de aseo personal de todas las mañanas. Cuando salió del baño, ya su ropa estaba encima de la cama. Se vistió y Bertha entró de nuevo, mientras ella se sentaba frente al espejo. Vio su imagen mientras Bertha la peinaba. Vio su larguísimo cabello dorado que formaba ondas, antes de que la mujer lo recogiera en una enorme trenza.
Bajó a desayunar y luego de comer un plato de frutas y tomar las vitaminas que Bertha puso junto al plato, se sentó en la terraza que daba al jardín. Observaba con detenimiento al jardinero y parte del personal que trabajaban bajo el sol. Puso su atención en una pequeña niña de cabellos rubios que no había visto antes. Su mente empezó a distraerse. Las imágenes, como flashes, del cabello dorado lleno de sangre, en la mitad del camino y de nuevo las luces y las voces. Comenzaba a sentir esa angustia que la oprimía, cuando sintió una mano en su hombro. Levantó la vista y su mirada se cruzó con la Eduardo.
—¿Estás bien? —le dijo éste en un tono algo preocupado.
— ¡Sí! —respondió ella, dibujando una sonrisa en sus labios.
Él se acercó y le dio un beso en la mejilla. Luego se alejó para sentarse en otra de las sillas de la terraza. Alicia pudo verlo, impecable, con su camisa blanca almidonada, que resplandecía con el sol. En una ocasión le preguntó la razón por la cual siempre vestía de blanco y él solo respondió “Así vestimos los médicos, querida”.
Conversaron de distintos temas. La verdad es que Alicia disfrutaba enormemente las visitas que Eduardo le hacía en las mañanas antes de ir a la Universidad. Pero el día que más disfrutaba era los miércoles. Ese día, no recordaba bien la razón, Eduardo llegaba a eso de las 7 de la noche y se quedaba con ella a cenar. Luego se sentaban en la terraza y conversaban hasta que Alicia subía a acostarse.
Pasada una hora, Eduardo se paró y se despidió de ella con otro beso, para luego encaminarse hacia la puerta. Ella lo vio detenerse y dar la vuelta. Sacó un paquetico de su maletín y se lo entregó diciéndole “lo vi y me pareció que debía quedarte hermoso”. Le hizo una caricia en la cabeza y se fue. Alicia abrió el paquete y había una pintura de labios del color que ella había visto en la revista. Sonrió al pensar en cómo la conocía y todas las veces que ella había querido comprar algo y él se lo había traído de regalo, como si pudiera leerla, o como si alguien pudiera decirle lo que ella estaba pensando.
El resto del día lo pasó como siempre, leyendo alguno de los libros que Eduardo le había llevado, paseando por el jardín y conversando algunas veces con la gente del personal que aparecía de pronto en algunos rincones de la enorme casa. También le gustaba mirar revistas. Ese día hojeó una que mostraba “la última tendencia en vestidos de novias para el próximo 1968″. Alicia soñaba con el día de su boda. Había marcado varios vestidos que le gustaron, para luego decidir cuál usaría. Además, era uno de los pocos secretos que le guardaba a Eduardo y lo tomaba como un acto de picardía.
Al día siguiente, Alicia esperó ansiosa que fueran las 7. Cenaron en una pequeña mesa en la terraza. Bertha les trajo una jarra enorme de limonada porque la noche estaba particularmente calurosa. Sentados en unos bancos del jardín, Alicia vio pasar a la niña de cabellos rubios y tomando la mano de él le dijo:
—Cuando nos casemos, tendremos dos niños. Un varón que se llamará Eduardo, como tú y que algún día llegará a ser un gran médico, como su padre; y una niña, rubia como esa que se llamará Adriana, como se llamaba mi madre, que tocará el piano igual que ella.
Por un momento trató de recordar a su madre y le pareció que había pasado una eternidad desde que había muerto. Se mezclaban en su mente recuerdos de ella, joven, bellísima, sentada al piano y otra de una mujer gris y vieja que identificaba con ella, pero que sabía que no podía ser. La voz de Eduardo interrumpió sus pensamientos.
—¿Es ella la niña que ves en tus sueños?
— ¿Cómo sabes de mis sueños? —le dijo ella sorprendida.
— Me lo has contado, Alicia —dijo Eduardo con paciencia.
— ¿Lo he hecho? —preguntó. Pero estaba segura de que no lo había hecho y se molestó un poco al pensar que Bertha pudiese haberle contado. —Igual no es ella. Son otros los niños que veo. Ni siquiera sé si son niños. Son cuerpos que no veo con mucha claridad… —y trató de voltearse como dando a entender que no quería seguir con el tema.
Eduardo miró su reloj y le anunció que era un poco tarde y que era mejor que se acostara ya. Alicia le dio un beso cariñoso y subió con Bertha mientras él las veía desde el pie de las escaleras.

Esa noche Alicia comenzó a soñar de nuevo. Veía con claridad a un hombre alto y buen mozo que le sonreía. También veía dos niños, una hembra y un varón. Y luego, de nuevo las imágenes de los cuerpos. La lluvia, la sangre, las voces y esas luces que la cegaban. Se despertó, pero esta vez no gritó. Había visto una última imagen en su sueño, una que conocía. Prendió la luz de la mesita de noche y se paró de la cama. Fue hasta el secreter y abrió la pequeña puertita que nunca abría. Dentro había una caja. Fue una sensación extraña, como si la acabase de descubrir, aunque sabía que estaba allí. La abrió con cuidado y dentro encontró un recorte de periódico “Médico muere con su familia en terrible accidente de tránsito. La esposa fue la única sobreviviente”. Decía 14 de julio de 1979. La cabeza de Alicia comenzó a dar vueltas. Corrió hacia la ventana para ver hacia afuera. Abrió las cortinas y allí estaban, los árboles frondosos del parque, solo que los veía a través de la cuadrícula formada por una reja que recubría la ventana. Se dirigió hacia el otro lado del cuarto para prender la luz y vio su reflejo en el espejo. La imagen de una joven con la piel tersa y el rubio cabello ondulado ya no estaba. En cambio veía una piel arrugada, un cabello gris y unos ojos con una mirada apagada por la tristeza. No pudo contener el grito. No entendía, o sí lo hacía, pero no quería entender. Se abrió la puerta del cuarto y entraron Bertha y Eduardo, de blanco, como siempre, pero no con una camisa almidonada, sino una bata de médico.
—Todo va a estar bien Alicia, ya estoy aquí —le dijo mientras la abrazaba.
—¿En qué año estamos? —preguntó ella, pero ninguno contestó.
—¿En qué año estamos? —preguntó por segunda vez. Luego sintió un pinchazo en su brazo, y sintió como poco a poco se iba. Lo último que alcanzó a escuchar antes de perderse por complet0 fue la voz de Bertha que decía “2011 querida… pero ya lo sabías”.
Bertha entró en el cuarto a las ocho de la mañana como cada día. Alicia la esperaba vestida y sentada frente al espejo. Se quedó mirando su imagen, su largo cabello dorado que formaba ondas, mientras Bertha tejía una enorme trenza con él.

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