lunes, 16 de abril de 2012

Adiós a la Quinta Bibelo

Dicen los que saben, que uno jamás puede aferrarse a las cosas materiales, porque se rompen, se botan, las roban, se dañan o en otros casos, se venden; que los sentimientos, lo valores, los principios, es lo único que realmente vale y perdura.

Fácil decirlo. Difícil ponerlo en práctica cuando nos enfrentamos al momento en el que hay que desprenderse de “algo material” que encierra en sí mismo todo lo demás.

Es difícil decir adiós, cuando de lo que te despides es de una parte importantísima de tu niñez. Cuando se trata de un lugar, donde en cada esquina hay un recuerdo. De un lugar que además está lleno de las risas, los colores, los sabores de una época hermosísima de tu vida. De las matas de mango donde creo que todos nos fracturamos algo. De aquella mata de fruta de pan que en mi mente sigue estando allí —aunque Bibi le jale las patas todas las noches a Lore por haberla cortado— de los hicacos, de las cayenas, que no estoy segura de si mis primos llegaron a conocer. De aquella pared donde las abejitas intentaban hacer su panal, tercas siempre, pero nunca tan tercas como Bibi, que se empeñaba en quitarlas. Tengo recuerdos de un cuero de tambora secándose un diciembre en el jardín cuando el invento del grupo de gaitas. De aquella maleta llena de juegos de cartas infantiles con los que aprendí a leer. Aquellos closets llenos de tesoros del pasado que Bibi iba acumulando y que se convirtieron en mi mayor placer en la infancia, cuando me disfrazaba con las “cuchitas” , los abrigos y las botas que supongo alguna vez Bela lució cuando estaban “de última moda”. Pienso en los domingos envueltos en el aroma del kibbe y con la “melodiosa” —este espacio es dedicado a Fabiana— voz de María Martha Serra Lima de fondo. Aquel arbolito multicolor de todos los diciembres y el nacimiento donde ¿qué importaba que el niño Jesús fuese 3 veces más grande que los pastores, si cerquita estaba pastando un burro verde, y en el río había un cocodrilo naranja?

La casa de las Barbies —en la que Bibi jugaba mucho más que yo— donde cada tapa de champú bonita se convertía en un matero y pedacitos de silvadores y triquitraquis se transformaban, por obra del ingenio, en rollos de papel toilette. Mi muñeca Stefanía o aquella Belinda gigantesca que asustó a mi papá en una noche en la que llegó con unos tragos de más.

Todavía hoy, veo una caja de colores Prismacolor y recuerdo la maravillosa sensación que sentía cuando Lore me dejaba pintar con la suya, dorada, de 120 creyones. Y jamás olvidó cuando Ñoño me invitaba a ayudarlo a lavar el tanque de agua, o cuando me traía aquellas bolsas de retazos de chocolate que compraba en la Savoy, o la repartición de aquella alcancía que se hacía entre los nietos, cada diciembre.

Creo que no cabrían en un libro la cantidad de recuerdos hermosos que tengo de esa casa que fue cambiando su fachada de color según las locuras de su dueña, pero que por esto mismo era también su viva imagen.

También hay algunos recuerdos tristes. Las imágenes de dos momentos que en menos de un año se llevaron el alma y el corazón de la Quinta Bibelo. Pero esos los guardaré en el fondo de la caja, dejando todos los recuerdos hermosos arriba.

Es cierto, uno no puede aferrarse a las cosas materiales, porque se rompen, se botan, las roban, se dañan o en otros casos, se venden, pero sí vale aferrarse —y durísimo— a todos los recuerdos, los valores y los principios que en el transitar por ese espacio material recibiste y ese lugar, a mitad de la transversal 34, junto con la vecina que está dos casas más allá, representan simplemente el cúmulo de vivencias gracias a los que hoy, soy quien soy.

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