domingo, 5 de diciembre de 2010

Encuentros

El decía que había dejado de creer en el amor, pero sabía muy dentro de sí que lo que no creía ya, era que iba a encontrarlo. No era un hombre viejo, pero tenía la madurez de quien ha vivido una vida de mundo. Conocido gente, ciudades, idiomas y compartido culturas, trabajos, aventuras. Aprendido a disfrutar de las cosas sencillas sin que eso implicara que no fuese capaz de valorar las más exquisitas.
No era que nunca hubiese amado. Lo hizo. Con tanta fuerza, con tanta entrega, que prefirió dejarlo todo antes de ver cómo se iba desgastando y muriendo sin remedio. Algunos dirían que era huir. Para él, era simplemente evitarse -y evitarle a ella- lidiar con más dolor del que ya habían podido manejar.
Nunca supo si la extrañaba a ella o a todo lo que compartían, pero sí estaba seguro de que se había cansado de buscarla en distintos ojos, en distintos cuerpos y en demasiadas noches. Simplemente se había dado por vencido. Se sentía tranquilo. Con sus libros, su trabajo y sus rompecabezas, afición que había retomado cuando descubrió que aunque no lo curaba de las largas noches en vela, permitía que su mente estuviese centrada en algo y no divagando sobre ideas que terminaban dejándolo extenuado.
Ya no pensaba en ser feliz. No era que andara por las esquinas huraño y de mal humor -era más bien un hombre alegre, cordial y con buen sentido del humor- pero se había acostumbrado a su vida y simplemente ya no pensaba en la posibilidad.
Había dejado sus ganas en muchas noches llenas de pasión incontenible. Pero siempre huía en mitad de la noche, cuando el puntual reloj de su desvelo lo hacía levantarse con tiempo suficiente para escapar de los primeros rayos del amanecer, los mismos que vuelven las fantasías en realidades y que lo hubiesen puesto en la terrible posición de tener que decir frases que no sentía. Nunca volvía a verlas y no porque se lo propusiera, simplemente su actitud, aunque cortés, dejaba claro que se trataba de un encuentro casual. Jamás pensó si en alguna de aquellas caras, había dejado pasar la oportunidda de un nuevo comienzo. Estaba seguro de que no lo tendría.
Cuando ella apareció en su vida, fue como un golpe frontal. No es que fuera amor a primera vista, pero sentía una atracción tan grande, que se encontró varias veces a sí mismo recorriéndola con la mente. Le molestaba el desparpajo de su risa y la percibía como una mujer vacía, pero no podía evitar pensar en ella. La detallaba en su memoria, buscando esos rasgos que podía convertir en excusas para no abordarla. "No tiene los ojos de ella" se dijo cuando recordó sus ojos tristes y oscuros. Tampoco lo convencía su estatura, ni sus facciones fuertes, a pesar de que reconocía que era una mujer atractiva.
La evitaba. Cuando estaban con el grupo de amigos en común, evitaba su mirada, para no dar pie a que un saludo o una frase, pudiera dar comienzo a una conversación. Sin embargo no podía dejar de mirarla cuando ella no lo miraba a él. Las pocas palabras que le dirijía, lo hacía para ponerla en evidencia. Se decía a sí mismo que ella merecía una lección, aunque no teneia muy claro el porqué. Pero por otro lado se sentía a gusto con su presencia. Ella le transmitía una calidez que le hacía recordar la sensación de ser feliz.
Los desvelos se hicieron insoportables. Las piezas de rompecabezas se perdían en una secuencia de imágenes donde él la tomaba por la cintura y la besaba interminablemente, para luego alejarla y volver a tomarla para hacerle el amor, todo mientras esa risa que tanto lo molestaba inundaba sus oidos. Estaba cansado. Tuvo que reconocer que quería volver a ser feliz, que extrañaba amanecer con alguien y no tener que huir entre sombras.
Se decidió a llamarla. Tomó el teléfono y marcó su número, con una euforia y una angustia descontroladas. Tembló al oir su voz y darse cuenta que no tenía qué decirle. Colgó. Entró en pánico cuando el teléfono repicó entre sus manos y vió su nombre en la pequeña pantalla. "Hola" dijo ella cálidamente. "Hola" respondió él simplemente.
Esa noche cenaron y bailaron. Ya su risa no le era desagradable, por el contrario, lo impregnaba de una ternura y una confianza que lo hacía sentirse a sus anchas. Le gustaba escucharla hablar y se le hizo costumbre sentarse horas a escuchar sus palabras con atención en compañía de una copa de vino en los distintos sitios donde cenaban. Se dió cuenta de que el recuerdo del amor perdido era cada vez más lejano y pensó otra vez que un nuevo comienzo era posible.

El reloj de su desvelo lo hizo despertar a la hora de siempre. Levantó la cabeza y vió el rompecabezas a medio terminar encima de la mesa del cuarto. Hizo ademán de incorporarse, pero su mano rozó el cuerpo de ella que dormía a su lado. Cerró los ojos. Cuando el amanecer llegó, todavía dormía.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Casualidad...



Nos topamos por casualidad. En un Museo del mundo, donde yo admiraba los trazos gastados de algún pintor —¿Rafael, Fra Angélico, Delacroix?— y tú buscabas las formas que almacenas en tu memoria para luego echar mano de ellas y plasmarlas en alguno de tus delirios expresivos —palabras o trazos— llenos de arte, sensualidad y lógica.
No creo que hayas notado el leve temblor de mi cuerpo, cuando tu mano rozó mi mano —¿o tal vez sí?— y que hizo que mi bufanda se desprendiera de ella, cayendo al piso, quizás, sólo víctima del estremecimiento, tal vez, como recurso desesperado para llamar tu atención ante la evidente impavidez de su dueña. Triunfante, se dejó moldear entre tus manos, cuando al voltearte a devolverla, tus ojos se encontraron con los míos y leíste en ellos cuánto tiempo te había esperado. "¿Un café?" dijiste, siempre con la bufanda en la mano. Un esbozo de sonrisa sirvió para asentir, más que por un gesto de seducción, porque una timidez desconocida evitó que salieran las palabras.
El grueso abrigo no pudo evitar que sintiera el delicado pero firme contacto de tu mano en mi cintura, guiándome por las calles de una ciudad desconocida en la que tenía días deambulando, pero que sólo hoy me mostraba su verdadera magia —¿la ciudad?— al ritmo de tus palabras describiendo con detalle las obras de arte, la historia, los balcones y hasta los sueños de viajeros de paso que dejaron un pedazo de su alma en ese rincón del mundo. No sé cuánto tiempo caminamos del Museo hasta el café, pero el susurro de tu voz hizo que mi mente se llenara de una amalgama de imágenes, colores, olores y sabores que me inundaron de una euforia extraña, dividida entre el deseo de llegar a un destino que ya había podido prever o hacer eterno un paseo que me hipnotizaba como a una niña de 5 años ante el sonido de un carrillón que se mueve con el viento.
Tu mano de deslizó de mi cintura hasta mi mano y dejé escapar una sonrisa pensando en que la bufanda —todavía en tu otra mano— reiría al percatarse de que había logrado su cometido.
El café se transformó en una tarde de risas, complicidad y confesiones. Con total naturalidad, pasó a ser una noche, un amanecer y días enteros cargados de charlas, historias y paseos sin fin que hicieron olvidar que la vuelta era inminente y la distancia inevitable. Esquinas, fuentes, cafés, se hicieron testigo silencioso de nuestras andanzas. Brisa, velas y sábanas, lo hicieron de nuestra entrega. Sólo un “quédate”, recordó que el tiempo terminaba y que el adiós no podía postergarse.

Nunca he podido saber si ese fue el comienzo o el final. El comienzo de un encuentro o el final de una búsqueda. Sólo no puedo evitar pensar en la bufanda, que colgada en la cabecera de tu cama, espera en silencio otro encuentro, ya no casual, sino signado por una esperanza que poco a poco se ha convertido en certeza.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Re-conocernos...


Te conozco desde siempre.
Descubriéndote entre líneas, describiéndote en palabras.
Las mías.
En el papelito arrugado que dejé en algún bolsillo.
Donde anhelos, deseos, esperanzas,
se plasmaron un día en que la ilusión estaba rota.

Me conoces desde siempre.
Aunque me encontraste en sueños y noches de desvelo.
Las tuyas.
Entre frases llenas, pero a la vez tan vacías.
Con siluetas de pieles y cuerpos
que se encuentran y tratan de fundirse.

Nos conocemos.
Inventándonos y recorriéndonos, llenos de vívidos deseos.
Los nuestros.
Porque mi cabeza ha descansado en tu pecho
y tu boca ha descubierto mis piernas,
en claros recuerdos de un futuro que no ha sido.

Pero no sabes quién soy.