jueves, 2 de diciembre de 2010

Casualidad...



Nos topamos por casualidad. En un Museo del mundo, donde yo admiraba los trazos gastados de algún pintor —¿Rafael, Fra Angélico, Delacroix?— y tú buscabas las formas que almacenas en tu memoria para luego echar mano de ellas y plasmarlas en alguno de tus delirios expresivos —palabras o trazos— llenos de arte, sensualidad y lógica.
No creo que hayas notado el leve temblor de mi cuerpo, cuando tu mano rozó mi mano —¿o tal vez sí?— y que hizo que mi bufanda se desprendiera de ella, cayendo al piso, quizás, sólo víctima del estremecimiento, tal vez, como recurso desesperado para llamar tu atención ante la evidente impavidez de su dueña. Triunfante, se dejó moldear entre tus manos, cuando al voltearte a devolverla, tus ojos se encontraron con los míos y leíste en ellos cuánto tiempo te había esperado. "¿Un café?" dijiste, siempre con la bufanda en la mano. Un esbozo de sonrisa sirvió para asentir, más que por un gesto de seducción, porque una timidez desconocida evitó que salieran las palabras.
El grueso abrigo no pudo evitar que sintiera el delicado pero firme contacto de tu mano en mi cintura, guiándome por las calles de una ciudad desconocida en la que tenía días deambulando, pero que sólo hoy me mostraba su verdadera magia —¿la ciudad?— al ritmo de tus palabras describiendo con detalle las obras de arte, la historia, los balcones y hasta los sueños de viajeros de paso que dejaron un pedazo de su alma en ese rincón del mundo. No sé cuánto tiempo caminamos del Museo hasta el café, pero el susurro de tu voz hizo que mi mente se llenara de una amalgama de imágenes, colores, olores y sabores que me inundaron de una euforia extraña, dividida entre el deseo de llegar a un destino que ya había podido prever o hacer eterno un paseo que me hipnotizaba como a una niña de 5 años ante el sonido de un carrillón que se mueve con el viento.
Tu mano de deslizó de mi cintura hasta mi mano y dejé escapar una sonrisa pensando en que la bufanda —todavía en tu otra mano— reiría al percatarse de que había logrado su cometido.
El café se transformó en una tarde de risas, complicidad y confesiones. Con total naturalidad, pasó a ser una noche, un amanecer y días enteros cargados de charlas, historias y paseos sin fin que hicieron olvidar que la vuelta era inminente y la distancia inevitable. Esquinas, fuentes, cafés, se hicieron testigo silencioso de nuestras andanzas. Brisa, velas y sábanas, lo hicieron de nuestra entrega. Sólo un “quédate”, recordó que el tiempo terminaba y que el adiós no podía postergarse.

Nunca he podido saber si ese fue el comienzo o el final. El comienzo de un encuentro o el final de una búsqueda. Sólo no puedo evitar pensar en la bufanda, que colgada en la cabecera de tu cama, espera en silencio otro encuentro, ya no casual, sino signado por una esperanza que poco a poco se ha convertido en certeza.

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